El desafío espiritual de nuestro tiempo
Después de muchos años acompañando procesos humanos y espirituales, me sigue sorprendiendo cómo, en medio de la prisa y la confusión de este tiempo, la sed de Dios no ha desaparecido. A veces parece escondida, disfrazada, expresada con nuevos lenguajes, pero está viva.
Lo veo actualmente, sobre todo, en los jóvenes: buscan sentido, comunión, belleza, algo que toque su interior. Esa búsqueda no siempre pasa por los caminos de la Iglesia, pero brota con fuerza en lugares inesperados: en la música de Rosalía, que mezcla lo sagrado y lo profano; en películas como Los domingos, que dejan ver una nostalgia de trascendencia; en los conciertos de Hakuna o en los retiros de Effetá y Emaús, donde muchos experimentan a Dios de una manera cercana.
Son experiencias distintas, pero todas revelan lo mismo: un deseo de una espiritualidad viva, libre y compartida.
Donde menos se espera: una nueva sensibilidad espiritual
Estas manifestaciones muestran un cambio profundo en la forma de vivir la fe.
La espiritualidad que emerge hoy es intensa, emotiva, festiva. Se busca sentir a Dios, vivirlo en comunidad, experimentar su presencia más que hablar de Él. La música, la estética y la fraternidad se vuelven mediaciones de una fe que se quiere auténtica. En un mundo marcado por el vacío interior y la cultura del rendimiento, esta espiritualidad ofrece un respiro, un espacio donde volver a pronunciar el nombre de Dios con alegría.
Pero también tiene riesgos. A veces es una fe más emocional que encarnada, con mucho brillo y poca carne. Se puede vivir como un refugio espiritual que da consuelo, pero sin comprometerse con el dolor del mundo. Falta, con frecuencia, una espiritualidad que se deje tocar por la realidad: por los pobres, los heridos, los descartados. Una fe que abrace la historia y no se encierre en la emoción del instante.
Más que regreso, es búsqueda
No creo que estos fenómenos signifiquen un “retorno” a la fe eclesial. Son más bien signos de una inquietud: el deseo de tocar algo verdadero, de reconciliar lo visible con lo invisible. No son la garantía de una nueva época religiosa, sino señales de que el alma humana sigue buscando. La cultura —con sus poetas, músicos y narradores— continúa formulando preguntas espirituales, aunque ya no en los lenguajes tradicionales. Busca autenticidad, belleza, comunión, pero no siempre encuentra en la Iglesia un espacio donde sentirse escuchada.
El Espíritu sopla donde quiere. Y puede estar obrando en estas búsquedas fragmentarias, despertando hambre de infinito. La tarea de la Iglesia no es capturar ese impulso, sino discernirlo y acompañarlo, dejando que la búsqueda se abra al encuentro con el Dios vivo, el Dios de Jesús, el Dios de la misericordia.
Escuchar sin triunfalismo, acompañar sin miedo
A veces, dentro de la Iglesia, se mira estos fenómenos con cierta ilusión: los jóvenes vuelven, los templos se llenan, la fe parece revivir. Pero esa lectura, aunque comprensible, puede ser una nostalgia engañosa. No todo lo que brilla es un renacimiento. Y no se trata de “recuperar fieles” ni de restaurar poder, sino de aprender a escuchar lo que el Espíritu está diciendo hoy.
La tentación clericalista de siempre consiste en convertir cada brote espiritual en una estrategia pastoral. Pero la fe cristiana no es marketing, es encuentro; no es prestigio, es compasión; no es control, es servicio.
Nuestra tarea es escuchar y aprender, no apropiarnos. Preguntarnos por qué tanta gente busca espiritualidad fuera de la religión y qué dice eso sobre nuestras formas de vivir y anunciar el Evangelio.
Fenómenos como Rosalía, Los domingos o Hakuna no son la tierra prometida del poder eclesial. Son oportunidades para abrir los ojos, para reconocer que el alma humana sigue sedienta, y que esa sed también nos interpela. Nos invitan a purificar la mirada, a dejar atrás la nostalgia del pasado y a recuperar la ternura de Jesús.
El papa Francisco lo dice con claridad: “Prefiero una Iglesia accidentada por salir que enferma por encerrarse.” (EG 49). El Espíritu llega antes que nosotros. Está ya en las plazas, en los conciertos, en las búsquedas anónimas. Nuestra misión no es “traerlo” sino descubrirlo, acompañarlo y dejarnos evangelizar por él.
Volver al Evangelio: La conversión de la mirada
Lo esencial, al final, no es volver atrás, sino volver al Evangelio. El futuro de la fe no depende de la cantidad de fieles, sino de nuestra capacidad de vivir la compasión. Ahí está la verdadera conversión: en dejar que el dolor del mundo nos toque, que la alegría del otro nos mueva, que el Espíritu nos desinstale.
Una Iglesia que acompaña con ternura, que escucha sin miedo, que sirve sin buscar poder, será siempre signo del Reino.
Estos nuevos movimientos y búsquedas nos recuerdan algo esencial: la sed de Dios sigue viva, aunque adopte lenguajes nuevos. Si sabemos escuchar con humildad, el Espíritu nos hablará a través de ellos. Y entonces comprenderemos que lo que parece un “retorno religioso” es, en verdad, una llamada a convertirnos y a discernir por dónde pasa hoy el Evangelio de Jesús.
Nacho




Gracias por està aportación que ayuda a tener una visión más realista de los que estamos viviendo.