Ella está de vuelta.
De repente, cuando me sentía mejor.
Con su cortejo de dudas, en primer lugar, de olvidar las cosas hechas. Regresa, llena de preguntas, resentimientos gratuitos, la angustia que habita todo y nada. Regresa con sus desestabilizaciones.
¿Volvería a lanzar las estrategias de ataque para recuperar mi ser, estrategias de defensa con la esperanza de protegerme? Entonces pensé en una lectura del momento, a dos palabras de Alejandro Jollien con quien me reuní varias veces y que iban y venían a mí durante mucho tiempo: aceptación, abandono.
No abandonar la carrera o el combate. ¡Extrañas estas coincidencias! Una lectura corroboraba mis encuentros con el psicólogo. A éste le sorprendió oírme hablar de mi experiencia descrita en términos de combate, de lucha, de batalla. No entendí su propósito la primera vez que lo hizo. Todavía tengo dificultades hoy. ¿Por qué demonios no luchar contra la enfermedad? Siempre pensé que había que luchar en la vida. Cuando era adolescente, escribí esta frase que me parecía importante, “la vida consiste en luchar”. Luchar me parecía el destino del hombre, el corazón de su humanidad. Luchar por crecer, luchar por avanzar. Y de repente el motor de una parte de mi vida parecía toser. ¿Dejarlo todo, aceptarlo todo, rendirse?
Y descubrí por la lectura que esta lucha, si lo decidía, podía significar rendirse. Lo veo ahora. Pero en aquel entonces, era más un interrogante que una convicción. ¿Abandonarse, abandonarme? ¿una forma de romance? Abandono, aceptación, estas palabras despertaban otras palabras que se hablaban en consulta con el dolor crónico, hace ya casi quince años: «Debería dejarlo ir, señor Elleboudt».
¿Volvemos al punto de partida? ¿Descubrimiento inesperado de una maduración interna?
Esta sensación de hundirme cada vez, de hundirme de nuevo, de tener que volver a tomar un camino cada día más sinuoso y doloroso.
«Adelante, qué, y no os quedéis ahí mirando, besos, un naufragio y sus choques». Eso es lo que gritaba a los miembros de mi cuerpo lo que el corazón pensaba que debía significar para ellos.
Que soy mala y que daría mi fuerza y mi talento para navegar en otro lugar. Mis mareas son brutales, los vientos son tan fuertes y las arenas son engañosas; no veo el rumbo tan claro antes. Uno ante todos estos males hechos de ondas y corrientes pacíficas y armoniosas en cuyo corazón a veces la tormenta soplaba con fuerza y luego desmesurada pero sin romper nunca los mástiles y el marinero. En el diario de la nave hasta la fecha, una palabra no cambia ni varía. Son tormentas y ráfagas de noche a mañana y el cielo es gris. Ver el azul de un cielo entre nubes, eso era ayer y simple parecía la maniobra.
Así que iba a reunirme con mi psiquiatra por enésima vez y disfrutaba de la charla conmigo mismo. Así que estaba usando esa palabra – así que, como la conclusión de un pensamiento, no su fin, como si sintiera la necesidad de escribirme para situarme en mi mapa, el mapa de mi Soy un cerebro, me dijo el psiquiatra, sin juzgarme. Mi inteligencia me hace depender de mis pensamientos y reflexiones y me hace estar, de alguna manera, desconectado de mis sentimientos, del disfrute del momento presente. Creo que eso me caracteriza bastante bien. Pero, ya han pasado más de diez años desde que me duele, a veces me duele. Así que el momento presente se parece más al dolor que a una forma de disfrute. ¡Pero bueno! El momento presente, por lo tanto. Al leer a Alejandro Jollien, me había dado cuenta de cómo sus reflexiones sobre el momento actual me habían conmovido. Esto ya había movilizado mi inteligencia. Y durante una sesión de terapia, el psiquiatra me propone intentar un acercamiento a mi situación de salud a través de la plena consciencia. ¿Dijiste que era una coincidencia?
Vivo mal y tiendo a olvidar que estoy enfermo. El psiquiatra me lo recordó: estoy enfermo; dolores y fatigas crónicas, piernas sin descanso, sueño perturbado, inconstancia de la moral. Por un tiempo, pensé que salía conmigo mismo. Que era fuerte a pesar de mis debilidades, mis límites. Estaba mentalmente fuerte, y de repente estaba tomando en la cara la debilidad de todo mi ser. Sucedió de una manera muy sutil, como con el dolor en realidad. Poco a poco me sentí, más allá del enfermo, temeroso, vacilante, inseguro, ansioso, angustiado. Muy lentamente estas cinco palabras, estos cinco males se revelaron. En este orden pero cada uno se añadió al otro y luego a los demás. Me di cuenta de que ya no era tan naturalmente alegre, despreocupado, decidido. Dudaba y ya no me reconocía realmente.
He tenido grandes dificultades para reconocerlo y, sobre todo, para comunicarlo. Y un día, decidí pedir un nuevo encuentro con el psiquiatra (lo conocí al principio de la enfermedad, ocho o diez años antes) para lo que yo pensaba que era una visita de enfoque, un poco como el mantenimiento de un coche después de 20.000 kilómetros. Y de nuevo, colisión con lo real. Siempre lo encuentro, a petición mía. Estos encuentros me hacen bien.
El camino entraba en lo más profundo de mí, allí encontraba mi propia fragilidad. Un encuentro que, creo, me debilitaba aún más. «Se olvida de que está enfermo y que su enfermedad causa, más allá del dolor corporal, su impacto en su mente, el sufrimiento». Siempre me han gustado las palabras y nunca había pensado en tal conexión entre las dos palabras que para mí eran sinónimos: dolor, sufrimiento. Ahora, el cerebro entendía un poco más exactamente lo que le estaba pasando. A través de las lecturas y la psicoterapia, me di cuenta de que mi inteligencia, de verdad, me jugaba trucos pendientes.
La inteligencia, he leído, siempre se ha utilizado para resolver los problemas de la vida. Cuando surge un problema, la inteligencia, sin saberlo, lo resuelve (casi siempre) o lo elude para el bien mayor, aunque sea momentáneamente, de todo el cuerpo. En el caso del dolor, el procedimiento corre el riesgo de convertirse en aproximado o caducado. En una situación de sufrimiento, se atasca. Y yo estaba precisamente donde se necesitaba/era bueno/era útil cambiar las estrategias en profundidad. La inteligencia tiene esta capacidad de gestionar la agenda interior, de recordar plazos, de proponer soluciones incluso sin tener demasiado en cuenta al propietario… y esto me estaba volviendo muy problemático. Entre arrepentimiento, nostalgia del pasado y angustia del mañana, el psiquiatra me proponía la conciencia (a (re)encontrar) el momento presente.
Un cerebro usa su cerebro. Me gusta leer y he recuperado el gusto por la lectura – perdido por los dolores causados por sostener el libro – gracias a la lectura electrónica. Volví con inmenso placer al camino de los libros, de sus misterios y descubrimientos. El psiquiatra me aconsejó algunas lecturas que me gustaba cruzar con otras opciones personales y, sorprendentemente, los cruces vinieron a alimentar mi reflexión como tantas balizas en una carretera menos familiar. Así, alentado por la facultad, descubrí la plena consciencia.
Me habitan sentimientos y sensaciones diversos: el bienestar de ver en ello una salida, una cierta alegría de descubrir que a veces me siento menos mal, la decepción de constatar que rumio mucho, el placer de llegar a veces a centrarme en el ahora, el pesar de darse cuenta de que a menudo vuelvo a mis demonios de la oscuridad, la tristeza de no poder evitar pensar en el mañana y en las cosas que hay que hacer de manera tan invasiva y angustiosa. Está bien escrito que cambiar el modo de funcionamiento puede generar confusión y lo confirmo, que el malestar persiste en forma de aplastamiento del pecho, de punto doloroso en la garganta, de necesidad de tragar grandes gotas de aire, Yo lo estoy confirmando. Lamentablemente, a menudo tengo la sensación de no alcanzar otro modo de funcionar y, por lo tanto, de vivir con dificultad el presente. A veces siento mi situación actual como un retroceso, un fracaso, una inoperancia de mis intentos a pesar de mi aplicación a hacer los ejercicios propuestos por los autores que leo. A veces, incluso, cuando un despertar repentino de ansiedad o ansiedad durante la noche, compruebo mi dificultad para poner en práctica estos consejos o procedimientos que, sin embargo, a veces me calman. Como si el reflejo no se hubiera implantado aún.
¿Y el trabajo en todo esto? A menudo me lo pregunto. ¿Cuál es su impacto en mi actual estado de salud? He vivido muy mal la negativa de la oficina de empleo, y por razones inverosímiles, de acceder a mi solicitud de jubilación anticipada a los 60 años. Era lo que mi médico me aconsejaba, me llevaba lentamente a decidir: levantar el pie. Una vez decidido, ¡fue rechazado! Dificultades importantes para obtener el estatuto de acondicionamiento de fin de carrera por otras oscuras razones administrativas. ¡Segundo golpe de depresión! Me ha dañado y debilitado.
Y aquí estoy, pues, todavía en el trabajo, pero a tiempo parcial, para otros cinco años de un trabajo que me gusta pero cuyos aspectos inesperados, los retos a afrontar son cada vez más difíciles de afrontar. Y este no soy yo. Amaba los desafíos y más aún superarlos. ¿Qué lugar ocupa el trabajo en mi malestar general, en mis rumores nocturnos? Sigue siendo una pregunta difícil para mí. La justificación financiera está presente, la negativa a poner a colegas en dificultades por mi partida también existe, la necesidad de hacer, de actuar, de ser activo me moviliza todavía. Y a menudo me da cierto placer.
Cuando comenzó el debilitamiento de mi moral, las cavilaciones de todo tipo, la duda y la ansiedad invadieron mi mente por olas espaciadas, poco o nada durante el día y algunas veces por la noche durante un despertar brutal a las cuatro o cinco de la mañana. Luego, lentamente, de manera sutil, estos momentos se multiplicaron para ocupar varios momentos (a veces largos) durante el día y la noche.
Si bien las lecturas sobre la meditación aportan herramientas indiscutibles en cuanto a su pertinencia, me resulta difícil hacer de ellas una alternativa eficaz. Me resulta difícil vivir estos momentos de avivamiento nocturno y, con demasiada frecuencia, de insomnio, tanto por el contenido siempre angustioso y angustioso de los pensamientos y de los ensueños, como por mi torpeza en instaurar una meditación pacificadora.
No me fije en los pensamientos, tome conciencia del presente, tengo dificultades… Hay algunos estándares en el contenido de los pensamientos: el trabajo a través del temor (siempre injustificado) de una fecha límite, de una cita, del contenido de una eventual conversación (que generalmente nunca llega) de hecho, toda una serie de miedos que nunca había conocido excepto, recordad en lo que he llamado mis debates internos pero nunca en tales proporciones de angustia.
Durante las vacaciones o los días de descanso, son principalmente los asuntos familiares o domésticos los que toman la delantera, a menudo por trivialidades. Esto se refiere a un proyecto de actividad inesperado, a una visita imprevista, a una propuesta que me resulta difícil integrar de inmediato y con alegría o entusiasmo… Hoy soporto muy mal todo lo que rompe un ritmo pacífico y predecible de mi vida. Me cuesta trabajo alegrarme. Según mis sentimientos, me vuelvo bastante aburrido en mis sentimientos, inquieto, ansioso o angustiado ante el futuro próximo.
Afortunadamente, esto no me impide, sobre todo gracias a ti, querida mía, caminar, pedalear, viajar, y sin duda gracias a mi voluntad, rebotar leyendo, trabajando en el jardín, escribiendo. Hago esto con entusiasmo, mi mente está ocupada; por el momento me falta una cierta alegría de vivir, de hacer, de encontrar.
Por tanto, me he puesto en camino, con convicción y esperanza, por el camino de la plena consciencia. He hecho ejercicios (los que propongo) con regularidad, estas meditaciones sobre el momento presente desembocando a veces en un cielo donde se reflejaba un poco de azul. A veces, la corriente era fuerte, pues la confusión reinaba como consecuencia de los cambios de procedimientos mentales. No es nada abandonarse. Es difícil cambiar de piel, aunque sea lenta y a largo plazo.
A menudo, como ya he mencionado, me he gustado en estos debates internos, de los que fui el único interlocutor que desempeñó varios papeles y en los que dirigía mis cuentas, resolviendo mis conflictos con otros sin ellos. ¡Un cara a cara conmigo mismo para apaciguar las tensiones, las oposiciones con otros, en familia, en el trabajo…!
Qué locura, qué total falta de eficacia, me digo hoy. Llevar mis opiniones, defender ideas, atreverme a disentir, asumir todos estos lugares de divergencia, hoy logro decirme a mí mismo, a verbalizar, a liberarme. ¡Pero qué maremoto! Y cuando, más allá de esta victoria (para revivir cada día), llego lentamente a sostener mi cotidiano caviloso sobre la conciencia del momento presente de vivir aquí y ahora, qué revolución. Mis sesiones de terapia son balizas, las lecturas y las sesiones de meditación se convierten en muletas sobre las que se reconstruye mi mente, descansan mis audacias. Siento que todo esto me trae paz. Menos pensar en liberarme y apaciguarme.
No puedo pasar mucho tiempo sin esas muletas. La decepción me invade cuando, sin saber por qué, los pensamientos negativos, la ansiedad y la angustia me atacan al saltar de la cama o al corazón del sueño haciendo que el aliento se quede corto. Sin entender por qué sucede, sucede aquí y en este momento. Y recuerdo al psiquiatra diciéndome: «Usted está enfermo, señor Elleboudt. Trate de vivir con lo que eres».
En el corazón de esta monotonía se alza un resplandor cálido, el de atreverme a hacer mis ejercicios de meditación en tu presencia, a compartir su contenido a veces. Eso es bueno y pacificador. Vivir estas meditaciones contigo o en tu presencia me hace bien, me revela a ti en mi situación del momento, me atrevo por fin a decirte precisamente lo que siento cuando vivo mal. Vivir estos tiempos de meditación no elimina la ansiedad o la angustia, sino que me permite o hace más fácil «vivir con». Desdramatiza, siento que me relajo, a veces incluso me atrevería a decir que tengo menos dolor.
También hay días de sol negro cuando no me reconozco, no me soporto, no puedo relajarme con la meditación. Todo está borroso, no entiendo lo que está pasando. Siento que al sufrir, es duro, desmoralizante y aumenta aún más la ansiedad.
Descubrir día tras día que el corazón cambia y recupera sensaciones olvidadas. No ser mejor, ser diferente. Pensar menos triste, ser menos oprimido y a veces sentir que esas últimas palabras escritas eran una ilusión. Es traidor al océano en el que mi barco va, viene, se pierde y a veces vuelve a encaminarse.
Vivo estos momentos de manera contradictoria. Hoy, me siento empujar alas tanto tiempo atrás que no vivía esto: una cierta alegría, pacífica habita en mi mente; preguntas y dudas tan frecuentes toman otro tono, pastel. Al día siguiente o en mitad de la noche, me siento agobiado por la ansiedad sin razón aparente. El arrecife de preguntas y dudas, explosión de un relámpago en el cielo pacífico. Ciertamente, los tiempos de meditación que me doy a diario me aportan una paz interior, a veces total. En otro momento, apenas me calman unas horas.
Veo la posibilidad de ser mejor y también de caer. Camino por una colina y aún no tengo la fuerza de un excursionista. ¿Dónde está el guía?
Situaciones de vida y de mente muy contrastadas. La aportación positiva de los tiempos de meditación es clara y, en mi opinión, incuestionable. La presión del trabajo, los cambios de programa en el cotidiano doméstico son siempre muy difíciles de afrontar. En todos los ámbitos de mi vida, la duda y la ansiedad se reparten con mis intentos, a veces exitosos, de «vivir con» el dolor, el sufrimiento y los daños colaterales difícilmente controlables. ¡Soy valiente, creo, en medio de todo esto!
¿Cómo, cuando estoy mentalmente débil, con la energía acaparada por el dolor, cómo puedo ser lo suficientemente fuerte para vivir bien las citas de la vida? ¿Cómo puedo estar cerca de ti, alegre y cariñoso, cómo puedo volver a ser lo que era antes de que ya no lo fuera, roto por la enfermedad?
En los senderos de mis caminatas encontré, en estos tiempos de vacaciones, a comparsas olvidadas. Dudé. El impacto de mi salud en mi moral y en mi forma de ser despertaba rumores y ansiedad. Me parecía claro. Y este verano, de pasos en marcha, se me hizo aún más claro que toda mi vida, todas mis experiencias, todos mis encuentros pasaban por el molinillo de mi mente rumiante. Y se expresó de manera inesperada y tan desalentadora.
Cuando todo se agita en la puerta de los pensamientos, soy como esas ovejas que pasan por aquí, delante de mí en la montaña: se desplazan por los montes, corren en desorden, se mueven, cada una queriendo pasar antes que la otra en el único paso que los lleva a la cabaña. Mi espíritu, este verano, se asemejaba al rebaño que se desplazaba hacia este único pasaje y los ejercicios de meditación de los meses anteriores, dejados a un lado en este tiempo de vacaciones, se han mostrado muy inútiles, inconsistentes para sacarme de las trincheras que me había cavado. Cruel constatación que sólo la voluntad no basta para ir más allá de sí mismo. ¡Son estos caminos de senderismo que, sin saberlo, desembocan en universos que conquistar!
«Me pregunto, ¿esto va a durar mucho más?»
Esta cuestión me viene a la mente desde hace más de quince años y poco a poco, a pesar de todo, veo levantarse en las brumas de mi mente una respuesta exhalada hace algún tiempo: «Deja de luchar, trata de vivir con ella». Hoy percibo un poco mejor su pertinencia.
Y aquí estoy en un camino de (re)conversión mental, con ayuda de diversas herramientas (muchas de los cuales son libros – ah, la felicidad recuperada de la lectura) tomando día a día en la terracota de mi jardín interior. A fuerza de luchar contra la enfermedad, ésta me ha endurecido hasta el punto de sufrir todo, incapaz de descubrir la menor parte de placer, de felicidad, de alegría de vivir.
Hoy, la tierra se lacera y veo las huellas de una siembra de paz interior.
Pero todo es frágil.
Demasiadas esperanzas tienen el efecto de un riego demasiado violento sobre un joven brote.
El entusiasmo tímido no aporta el suplemento de vida necesario para el crecimiento de las semillas.
Los consejos de los jardineros del domingo secan el terreno que lentamente se desarrolla en mí.
André (elleboudta@gmail.com)
Hoy me cuesta ser compañera de vida de la f. M. Pero me has recordado que no tenemos una guerra…. Aceptar lo que me pasa hoy se me hace difícil… Aceptar no hacer planes o desecharlo a última hora, también, pero tengo que vivir con ello… Aceptar la situación hoy me cuesta… Seguro que podré volver a intentarlo dentro de unos días…. Abrazos apretaditos…
Amparo