El aire que respiramos está compuesto de oxígeno, hidrógeno y publicidad. Sólo necesitamos echar un vistazo a nuestro alrededor y contar las marcas, logotipos y eslogans que nos visten y que visten a nuestros objetos más cotidianos.
Este fenómeno no deja indiferente y provoca reacciones que van desde la aprobación entusiasmada hasta la condena más encendida. La publicidad nace con la revolución industrial. En aquel momento desaparece el trato directo entre el productor y el comprador. El producto, que ahora se fabrica en cadena, se convierte en algo anónimo para el consumidor. El contacto entre ambos se resuelve con la publicidad. A partir de este momento la compra de un producto estará motivada con las garantías del fabricante, explicadas a través de los medios de comunicación habituales.
La decisión de compra no la tomamos sólo con la razón. La imagen con que el fabricante presenta su producto juega un papel muy importante. Cuando decimos «imagen» decimos aquel conjunto de estímulos que, sin ser el objeto a comprar, lo acompañan y suscitan en nosotros unas vibraciones que incitan el deseo. Las garantías que ofrece el fabricante envueltas con una buena imagen es lo que llamamos publicidad.
Todo acto de compra es un riesgo. El consumidor se desproveerá de un dinero…., es necesario que la publicidad lo anestesie vinculando el producto a experiencias de realización personal. En el sistema económico de libre mercado, la publicidad intenta ser la cara amable que hace sostenible el capitalismo. El espectador queda embaucado con las vinculaciones etéreas pero efectivas que establecen los mensajes publicitarios entre estos dos principios: «mayor producción, mayor venta, mayor beneficio» y valores antropológicamente irrenunciables: felicidad, libertad, paz…
Cuando presenta positivamente un gesto solidario de una campaña por el Tercer Mundo, la publicidad nos humaniza. Cuando presenta un gesto egoísta que nos impulsa a comprar el último modelo, la publicidad se vuelve regresiva. La cuestión no se resuelve ni por una guerra a las marcas ni por una convivencia pasiva, sino por aprender a leer la publicidad, por ponernos delante de ella como personas activas y libres que queremos ser.
Esta situación se vuelve peligrosa en personas o etapas de la vida, por ejemplo la adolescencia, en que el sujeto soporta una «crisis de identidad». Crisis de este tipo pueden ser muy duras, y la tentación de superarlas mediante el falso recurso a las marcas, en lugar de resolver la crisis la convierte en crónica y hace al sujeto increíblemente dependiente. Las marcas aumentan abusivamente sus precios; y lo que se paga con ellos no es una mejor calidad, sino una falsa terapia al problema no resuelto de la propia identidad.
Algunas sugerencias para consumir mejor sin ser consumidos:
1. Descubrir cómo algunos productos, de grandes almacenes, sin marca son tan buenos como los que tienen renombre, y mucho más baratos.
2. Hacer «zapping» o boicot parcial o total a las cadenas de televisión, radio, periódicos, etc. que superen una proporción razonable de anuncios.
3. Mirar los objetos que utilizamos y preguntarnos hasta donde aceptamos convertirnos en anuncio ambulante de pantalones, blusas, bolsos, etc.
4. Cuando vayamos a los grandes almacenes (paraísos del consumo), hacer algún gesto que nos mantenga lúcidos y a resguardo de una seducción abusiva: dinero justo, lista hecha con anterioridad, ir acompañado…
5. Cuando creamos que una campaña publicitaria hiere descaradamente unos principios éticos mínimos (engaño, pornografía, violencia, manipulación, etc.), no nos quedemos impasibles, demos algunos pasos. Podemos escribir a la casa anunciadora exponiendo lo que nos parece inadmisible, y pidiendo una eventual retirada de la campaña. En el caso de que la respuesta nos resulte insatisfactoria podemos movernos judicialmente a través de una asociación de consumidores. No debe extrañarnos que la marca en cuestión haga lo que sea necesario para estar a buenas con el cliente o para ahorrarse, precisamente, publicidad negativa.