La vida que se da entre el dolor y el éxtasis
Iniciamos el lunes 15 con la Eucaristía, memoria de Nuestra Señora de los Dolores; la celebración fue mayormente en español, aunque hubo espacios de compartir en las diferentes lenguas presentes, como fue la reflexión de la Palabra y la oración universal. Pudimos comprobar que la fe y la esperanza llevan a entenderse desde el corazón, más allá de la lengua.
Enseguida salimos en bus a visitar la iglesia de Santa María de la Victoria, en la que se encuentra la famosa escultura de Bernini «el éxtasis de Santa Teresa», la cual sirvió de plataforma de lanzamiento para la reflexión de hoy: la vida se da entre el éxtasis y el dolor, ahí encontramos a Dios y ahí nos encontramos en Él.
Posteriormente fuimos a la Basílica de San Juan de Letrán, la primera Iglesia que se construyó en Roma y en la que hasta 1870, fueron investidos los Papas de la Iglesia católica; aunque sólo la vimos en su majestuoso exterior, ya que no pudimos ingresar debido a una reunión del clero diocesano en su recinto.
Sí conocimos el bautisterio y posteriormente fuimos a la Scala Santa donde la devoción popular la atribuye a la escalinata del Pretorio de Pilato; pero estudios posteriores hacen pensar que era una escalinata de un palacio del Renacimiento. Regresamos a comer a la casa, Y posteriormente Tuvimos una aproximación a la persona de San Ignacio; después de la cual visitamos la Iglesia del Gesù, digno de notar es el fresco de la bóveda realizado por Baacicca, pero lo más relevante es el altar de San Ignacio de Loyola, maravilla del arte románico barroco, en donde se encuentra la sepultura del santo. En el crucero derecho se encuentra el altar de San Francisco Javier donde se guarda, en un relicario de plata, el antebrazo derecho del santo, conservado en atención a los miles de bautismos que realizó. Visitamos la piazza navona y la piazza di Espagna.
Regresamos a casa en metro, cansados pero agradecidos por esta experiencia de acercamiento a la persona de San Ignacio y compartimos sobre el papel de san Ignacio en la renovación de la Iglesia.
Ignacio de Loyola en su tiempo
Toda creación humana llega dentro de un momento de la historia. Es tributaria de este momento y permite ver de modo vivo las características y, a la vez, influye sobre este momento y le permite contribuir a una realización más grande. Los Ejercicios de san Ignacio de Loyola llegan en el momento del Renacimiento. Este momento histórico, marcado por el espíritu de «reforma», acontece en una ruptura con el mundo medieval. El elemento central de esta ruptura puede ser reconocido por la emergencia del sujeto individual.
Los descubrimientos de los grandes navegantes, como Cristóbal Colón, Magallanes o Vasco de Gama, proyectan en la vida las afirmaciones del siglo precedente, consideradas primero escandalosas: la tierra es redonda, y es ella la que gira alrededor del sol. La cosmología antigua es puesta en cuestión definitivamente, con todo lo que había podido inspirar en los dominios del pensamiento y de la creencia. La evolución de la reflexión filosófica acabará, un siglo más tarde, en Descartes, en una suerte de refundación: el pensamiento no se apoya ya en una ontología o una teología, sino sobre la evidencia del «cogito» individual. Pascal, por su parte, mientras que los Antiguos buscaban respuesta en el mundo celeste que inspira y gobierna la tierra de los humanos, escribirá a propósito del cosmos: «el silencio de estos espacios infinitos me asusta». El confirma así este cambio total de mentalidad con relación a las épocas precedentes.
El pensamiento y el saber se adquieren cada vez más por los textos, en lo sucesivo impresos y publicados, más bien que por la imagen contemplada y la tradición transmitida por autoridad. El espíritu y el estilo teológico y espiritual de los Reformadores como Lutero o Calvino están muy marcados por esta evolución, y subrayan la primacía de la fe personal sobre toda pertenencia exterior. De esta manera nueva, Erasmo de Rotterdam elabora su humanismo e Ignacio de Loyola crea sus Ejercicios como un itinerario de la persona individual. Después de las espiritualidades ya muy interiorizadas al final de la Edad Media, asistimos a la llegada de las experiencias místicas, particularmente de Juan de la Cruz y de Teresa de Ávila.
Es interesante señalar, para comprender a san Ignacio, que el fenómeno místico de esta época puede definirse como el despliegue de un recorrido entre la experiencia -más precisamente un momento de experiencia vivida- y un absoluto inefable. Este trayecto se traduce en un discurso de reglas prácticas, a distancia de su objeto indecible, y por naturaleza a distancia del discurso objetivo de la teología y del discurso institucional de la Iglesia. En las místicas del siglo XVI, las maneras de hacer sustituyen a la arquitectura de la teología y el método a la especulación; la relación al otro sustituye a la adecuación al ser y el estilo al contenido. El decir se vuelve performativo, es decir, por el mismo hecho de ser nombrada se convierte en acción.
Lejos de ser un fenómeno solamente filosófico o literario, esta llegada del sujeto individual se manifiesta también se proyecta también en el urbanismo y en el arte pictórico al mismo tiempo que aporta el sentido de la teatralización: el mundo es el teatro donde se juegan nuestros destinos individuales. Pronto el arte barroco se hará próximo y elogio del vacío y de lo inefable. En Monteverdi también, la composición musical encuentra acentos nuevos, por ejemplo crea la ópera, buscando en la armonía y el contrapunto que se casa con la carga de las palabras y que explora el universo complejo de las emociones. Todavía habría que mencionar la evolución de la relación al cuerpo, por el efecto de los progresos de la medicina…
Todo concurre para marcar la ruptura con el mundo medieval. Este nacimiento del hombre moderno es vivido profundamente como un desprendimiento de los determinismos y las «oscuridades» de las edades precedentes, y provoca simultáneamente en unos un sentimiento de liberación y en otros una sensación de pérdida. Estas características de la experiencia de la modernidad, la liberación y la pérdida, perduran todavía ampliamente hoy, en nuestro mundo «posmoderno».
Lo que se deja así progresivamente y a veces dolorosamente en esta época bisagra del comienzo del siglo XVI, es el universo medieval, ampliamente heredado de la Antigüedad. El sujeto individual toma en lo sucesivo la plaza primordial y la función instauradora que tenía el cosmos. En la Edad Media, en efecto, el pensamiento se inspiraba en una visión cosmológica que procedía ampliamente por analogía: el ser humano se descifra como un microcosmo con relación al macrocosmo del universo o de lo divino, y vice-versa. El Cristo Pantocrator reúne las miradas en los hemiciclos de las basílicas antiguas, las grandes elaboraciones teológicas como La Ciudad de Dios, la no separación de las esferas políticas y religiosas, la concepción de las catedrales góticas, todo está inspirado por este mismo pensamiento fecundo. Es verdad sin embargo que algo de nuevo ya está en marcha en el apogeo de los siglos XII-XIII, algo de nuevo ya está en marcha, por ejemplo en la espiritualidad de Bernardo de Claraval (es muy sensible en esta su obra maestra «La consideración») o en el pensamiento de Tomás de Aquino: algo como un primer giro «humanista», un centrar la visión del mundo sobre el ser humano y sobre la experiencia humana. Se puede ver por otra parte un fruto del evangelio que progresivamente transforma las mentalidades antiguas.
La llegada del sujeto individual marca profundamente la concepción y la estructura de los Ejercicios de san Ignacio, al mismo tiempo que es en cierto modo uno de los motores. Quien realiza los Ejercicios no los sigue como participante o como destinatario; uno mismo es el actor, el sujeto, intentando una relación personal «directa» con Dios, en la que el acompañante simplemente desempeña un papel de facilitador, y buscando un discernimiento para responder personalmente a las solicitaciones de la vida. Aparecen como fundamentales las nociones de discernimiento de la voluntad de Dios en el gran teatro de la vida, de la responsabilidad personal en conciencia y del ejercicio de la libertad en el seguimiento de Cristo en su humanidad.
Se comprende cuánto los Ejercicios participan en esta suerte de revolución que constituye el Renacimiento y contribuyen incluso a provocarla. Ignacio es uno de los grandes reformadores de la Iglesia en el siglo XVI. A través de sus Ejercicios, que ofrece como experiencia posible para todos (y no sólo para los presbíteros), piensa reformar la Iglesia a partir de la interioridad de la persona -insiste en el contacto personal directo con Dios- y, para él, es la conversión interior de las personas la que entraña por ella misma la reforma de la Iglesia. Una persona renovada puede renovar la Iglesia.