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Caminar Juntos – un reto

El reto que la Iglesia aún no abraza

Hace unos días, en el marco de una actividad pastoral, tuve un encuentro con un presbítero. Al final de la celebración, aprovechamos para conversar y, casi sin pensarlo demasiado, lancé una pregunta directa:

—¿Cómo estás viviendo la propuesta del papa Francisco sobre el sínodo de la sinodalidad?

Su respuesta fue rápida y, a la vez, desalentadora:

—No hacemos nada en la zona que estoy yo. Ni se menciona.

—Casi como si nunca hubiera existido… —añadí.

Él asintió con una leve sonrisa incómoda y un encogimiento de hombros que decía mucho más de lo que sus palabras querían expresar.

Seguimos conversando sobre la importancia de la participación de los laicos en la vida de la Iglesia. Me contó que en su parroquia tenía un consejo parroquial y que consultaba con ellos muchas decisiones, pero que, al final, las cosas siempre recaían sobre él.

—Cuando llega el momento de decidir, la gente se inhibe. Me dicen: «Lo que usted vea, padre». Quieren acompañarme, pero sin complicarse demasiado la vida.

Intenté comprender esa postura de muchos laicos. La historia de la Iglesia ha sido, en muchos casos, una historia de pedir colaboración, pero con límites bien definidos: ayudar en lo que se necesita, sin alterar estructuras. La participación de los laicos ha sido vista más como una asistencia que como una verdadera corresponsabilidad. La prueba está en que han sido, sobre todo, mujeres quienes han sostenido muchas de estas labores, prueba de ello es lo que nos cuesta reconocer su plena integración, mientras que los hombres han permanecido más al margen.

Además, vivimos en tiempos de cambio de paradigma. Muchos cristianos han formado su identidad de fe más por tradición o sociología que por una opción personal profunda. No es raro, entonces, que les cueste asumir responsabilidades dentro de la Iglesia.

El punto más crítico de nuestra conversación llegó cuando le pregunté cómo se vivía la sinodalidad en el arciprestazgo.

—No se habla de eso. Nada.

Su respuesta era clara, pero inquietante.

—Entonces, ¿cómo esperas que la gente asuma responsabilidades en la Iglesia si lo que ven en nosotros es indiferencia? —repliqué.

Hizo una pausa, bajó la mirada y murmuró:

—Yo no puedo hacer nada. Mejor dejarlo así.

Salí de aquel encuentro con una mezcla de sensaciones. Me dolía la realidad de una diócesis y un arciprestazgo donde la sinodalidad parecía ser solo una palabra sin contenido. Pero, al mismo tiempo, no podía quedarme en la resignación.

Desde nuestro Servicio de Animación Espiritual por un Mundo Mejor, seguimos creyendo que algo es posible. Vemos la crisis como una oportunidad. Es cierto que las formas tradicionales de devoción están en crisis, pero también lo está el modo en que hemos vivido y transmitido la fe. Vivimos en una sociedad polarizada, donde cada quien se repliega en lo suyo, atrapado por el consumismo que todo lo devora.

La gente mayor se siente desencantada porque sus hijos y nietos no siguen el mismo camino de fe. Los adultos están en una encrucijada: lo que han recibido ya no les convence del todo, pero tampoco encuentran señales claras de un cambio real. Y los jóvenes… los jóvenes buscan sentido donde sienten que son escuchados, y muchas veces lo encuentran en quien sabe conectar con sus emociones, aunque no les ofrezca la verdad.

Aun así, sigo creyendo que este es un tiempo de gracia, una oportunidad para anunciar el proyecto humanizador de Jesús. Pero no basta con hablar de ello. Necesitamos vivirlo personalmente y compartirlo en comunidades abiertas, no en grupos cerrados que solo buscan su propio bienestar.

Eso es lo que intentamos hacer en nuestro Servicio de Animación Espiritual por un Mundo Mejor: asumir personalmente el seguimiento de Jesús en el mundo de hoy y compartirlo en grupo. No somos un círculo cerrado; queremos caminar con otros y construir juntos.

Si sientes que esto resuena contigo, te invitamos a conocernos más en www.porunmundomejor.com.

Porque, a pesar de todo, sigo mirando el futuro con esperanza.

Nacho

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