Visibilidad de lo invisible
Hace unos días, me encontré con un amigo médico, quien es responsable del departamento de adicciones de un centro de rehabilitación. Acompañaba a una madre preocupada y ocupada en cómo poder ayudar a su hijo, que estaba enfrentando una peligrosa pendiente de adicción. Durante nuestra conversación, surgieron varios temas interesantes que resultaron transformadores. A continuación, destaco dos puntos sobresalientes de nuestra charla.
El primer punto a considerar es el siguiente: la madre que buscaba una solución rápida para resolver la situación degradante de su hijo, se dio cuenta de que lo primero y más importante que debía hacer para ayudarlo era cambiar ella misma. Esto confirma el dicho de que si queremos cambiar a los demás, lo primero que debemos hacer es cambiar nosotros mismos.
El segundo punto destacado es que el problema de las adicciones debe considerarse como una enfermedad. Aunque es una enfermedad atípica, ya que, a diferencia de muchas enfermedades biológicas que se manifiestan de manera visible, como dolor, fiebre, fatiga, tos, entre otros, lo que permite que el enfermo los reconozca y busque tratamiento, los síntomas de la enfermedad de la adicción no son fáciles de percibir por el propio enfermo. Sin embargo, ciertos signos, gestos y comportamientos pueden ser detectados por las personas cercanas.
Además, debemos tener en cuenta que la persona adicta a una sustancia suele estar escapando de algo o buscando algo que aún no ha descubierto, y que la sustancia le proporciona momentáneamente una sensación de gratificación. Esta situación hace que sea muy difícil para la persona afectada tomar conciencia de su dependencia y las consecuencias negativas que puede tener en su vida personal, familiar, profesional y social. Podríamos decir que la adicción es una enfermedad invisible, especialmente para la persona que la está experimentando.
¿Cómo puede una madre ayudar a su hijo a tomar conciencia de su situación de dependencia? Este proceso de transformación comporta dos actitudes fundamentales por parte de la madre: la “cercanía” y la “distancia”. La madre debe encontrar un equilibrio dinámico entre estas dos actitudes, adaptándose a las necesidades cambiantes de su hijo. Por un lado, la cercanía implica gestionar los afectos de forma que se establezca una relación adulto a adulto, en lugar de una relación de madre a hijo. De esta forma, se ayuda a despertar el adulto que hay en el hijo. Por otro lado, la distancia implica establecer límites para que el hijo tome conciencia de su situación y sea capaz de asumirla. En este caso, la madre se convierte en la visibilidad que ayuda a hacer visible lo invisible en el hijo.
Esta conversación me ha llevado a reflexionar sobre la evolución de la imagen de Dios. Durante siglos, la concepción de Dios ha sido considerada una realidad natural y una creencia que, al igual que las enfermedades biológicas, se hace visible en determinados momentos de oración, celebración y encuentros. Dios era parte fundamental de la vida cotidiana, principio, centro y fin de todo. Sin embargo, con el paso del tiempo, esta imagen ha evolucionado y se está o tiene que transformarse en la sociedad actual.
Por un largo periodo, nuestro Servicio de Animación Espiritual ha realizado un proceso que nos ha permitido escuchar y comprender los signos de los tiempos. Este proceso nos ha ayudado a ser conscientes de los diferentes dinamismos sociales, culturales y religiosos que incluyen desde la secularización hasta la mística como experiencia de la fe. También hemos sido conscientes del impacto de la globalización, el crecimiento de la migración y, sobre todo, de la importancia de la opción personal. Nada se construye si no se vive desde la experiencia y el deseo, en contraste con el Evangelio, de ser una persona auténtica, solidaria, libre y pacífica. En este sentido, podemos afirmar que somos más conscientes de lo que dice Juan en su evangelio: «A Dios nadie lo ha visto jamás; el Hijo único, que es Dios y que está en el seno del Padre nos lo ha dado a conocer» (Juan 1,18).
La cuestión no es si Dios está más ausente en la actualidad que en el pasado. Lo que es evidente es que la experiencia de Dios ha dejado de ser clara, y se ha vuelto problemática o, con más frecuencia, indiferente. La creencia en Dios es similar a la adicción a las sustancias, que es invisible para aquellos que no buscan. Solo a través de testigos que han vivido esa experiencia y que hacen visible su realidad, se puede hacer un camino de iniciación para recuperar el sentido de la vida y la vocación de ser humano. Como se puede observar, la visibilidad o invisibilidad es cuestión de percepción.
La presencia divina, aunque no siempre evidente, se asemeja al vaivén de las olas que acarician la orilla y se retiran, permitiendo a la humanidad actuar con autonomía y responsabilidad. En la actualidad, encontrar al Espíritu de Jesús requiere de testigos cuyas vidas reflejen su seguimiento. No obstante, cada persona debe buscar ese momento de silencio y recogimiento para encontrarse con el Espíritu de Jesús que habita en nosotros y hacerlo el referente de su vida.
En mi experiencia personal, he notado que en la medida en que hago que la vida pase por mí, profundizo y me acerco sobre todo a los evangelios, me está ayudando a hacer el pasaje de lo visible de Dios, es decir, de sentir a Dios como lo más natural del mundo, de percibirlo como una necesidad con la que tenía que estar bien y cumplir lo mandado; a lo invisible de Dios que es percibirlo como fundamento, sentido de mi vida y a experimentarlo como un don gratuito.
Nacho