En esta mañana, lunes de Pascua, siento la necesidad de detenerme, transcurrido en paz y tranquilidad el “triduo santo”, y preguntarme ¿qué significa para mi vida celebrar la “Resurrección del Señor”? ¿Qué es lo que aporta a mi vida personal, cuando siento los límites y achaques, que no logro vivir desde lo más profundo de mí mismo, sino que me dejo llegar por lo urgente sin acaba de discernir lo importante? Cuando constato que no logro plasmar mis deseos de vivir una comunicación más profunda en mi familia; unas relaciones más fraternas y solidarias en los grupos en los que comparto vida y proyectos… Cuando siento vértigo en este mundo globalizado donde la “persona” no es el centro y la medida de todo, por supuesto también de la economía; que la paz queda en una jornada o en alguna celebración…?
Pero, ¿de dónde me viene esta necesidad de pararme, reflexionar, abrirme al misterio después de haberlo celebrado?
Confieso que hay una cierta insatisfacción en mí después de las celebraciones, que convencionalmente llamamos ‘Semana Santa’. Constato que por una parte siento el ‘deber cumplido’, bueno ¡ya es Pascua!, pero por otra algo se rebela en mí, como si sintiera esta vez que no puedo dejar la oportunidad de pararme y decirme a mí mismo ¿qué está sucediendo en mi vida? Pues no se trata de una simple ‘fiesta’ o del cumplimiento de un ritual social, sino de una ‘celebración’, que para mí significa actualizar en mi vida aquello que he celebrado con otras personas.
Toda celebración cristiana tiene dos dimensiones, que están íntimamente unidas, pero que frecuentemente las separo o pongo el acento en una de ellas. Por una parte celebramos la “fe en Jesús”, hacemos el memorial “haced este en memoria mía”, por lo que confieso “creo en Jesús”. Por otra celebramos, es decir actualizamos, la “fe como Jesús”, por la que confieso “creo como Jesús”.
Si estas dos dimensiones están presentes en toda celebración cristiana, por tanto también en triduo pascual, es lo que justifica el que no me puedo conformar con celebrar solamente “la fe ‘en’ Jesús”, sino que tengo que pararme -tal vez porque el modo de celebrar o por el rol que uno ha desempeñado en la celebración-, para ver si mi fe es “como’ la de Jesús”.
Al pararme a pensar y contemplar lo celebrado en estos días, me doy cuenta de que no es solo cuestión de la manera como se han hecho las celebraciones, que sin duda influye, o porque en mi caso he tenido que estar atento a la preparación y animación de las celebraciones, cosa que se supone tendría que haberme ayudado a ser más consciente y celebrar de manera más viva. Pienso que hay algo más importante, lo que está en juego es el sentido que le damos a la muerte y resurrección de Jesús.
En mi opinión, que puede no coincidir con otras, las celebraciones de “semana santa”, por el énfasis que se pone en la muerte y resurrección del Señor y por el sentido expiatorio que se le da a la muerte -‘Jesús murió por nuestro pecados’-, parecen como si no tuviera nada que ver con la vida de Jesús. Una anécdota, que me sucedió hace cuatro días, puede ilustrar lo que quiero decir.
En la celebración del Jueves santo, después de la proclamación del evangelio, ofrecí el texto del evangelio en el que Jesús lava los pies a sus discípulos e invité a los participantes a que nos situáramos dentro de la escena para ver cada uno cómo se sentía y a qué se sentía invitado/a…. Después de un momento personal, invite a los que quisieran a compartir lo que habían vivido. Yo me reuní con un niño de unos nueve años, a quien conocía de hace tiempo. A mi pregunta de qué era lo que más le había llamado la atención del relato del evangelio, me respondió, con la espontaneidad propia de la edad, “oye eso de a mitad de la cena ponerse a lavar los pies, como que me parece que no es normal”… Y me pregunto ¿Cómo ayudar a leer los evangelios como relatos de experiencia creyente y no crónica histórica?
Es evidente que la muerte y resurrección del Señor, en esto creo que estamos todos de acuerdo, es el centro y cumbre de la ‘vida de Jesús’ y, por tanto, de la vida cristiana. Es verdad que con la muerte nos manejamos mejor los humanos que con la resurrección. Compadecerse ante la muerte de un inocente es fácil, pero lo de la resurrección es harina de otro costado.
Personalmente he tenido que vivir todo un proceso, que aún está en camino, que ha transcurrido desde la creencia de que la resurrección es la reanimación de un cadáver, en el que creía que la resurrección era un hecho ‘físico milagroso’, que Jesús fue exaltado y glorificado de su injusta muerte –murió el viernes por la tarde y se despertó el domingo antes de la salida del sol- y que se manifiesta en las apariciones, en el sepulcro vacío, la desaparición del cadáver y el testimonio de los testigos. Hasta contemplar la resurrección como expresión de que la muerte de Jesús no es el final. Su muerte no fue la meta, sino que su meta fue la Vida. Una Vida en Dios. De ahí que considero una expresión más adecuada y actual que creer ‘que’ Jesús resucitó, habría que decir creer ‘en’ el que Vive, Cristo es el Viviente, el vencedor de la muerte.
Mi preocupación, que manifestaba al comienzo de mi reflexión y contemplación, encuentra luz en el Viviente cuando me siento invitado a adentrarme en mí mismo y reconocer que la verdadera buena nueva de Jesús de Nazaret es que después de su muerte brota una fuerza que da vida y que no está encerrada en el tiempo y el espacio, como antes de su muerte, sino que está en mí mismo, en las todas personas que quieran reconocerle. Esta fuerza me invita volver a Galilea para seguir los pasos de Jesús y poder vivir, ‘como Jesús’, una nueva vida, una nueva manera de ser, de relacionarme, de afrontar la vida cotidiana al estilo de Jesús el Viviente.
Nacho
Buenas tardes Padre Nacho. Usted ha externado lo que sucede en la experiencia de muchos y la mia. Pareciera que solo son preparativos e ir de aqui para allá. Que necesito ir a Galilea y que sucedan actitudes nuevas en mi mapa de relaciones. Gracias por compartir.
Gracias P. Nacho por tu reflexión. Interesante y útil para este mundo que necesita un VIVIENTE:JESÚS.